La música como terapia sanadora

Hoy inicio algo deseado largo tiempo. Compartir esas ideas, sentimientos y sensaciones que marcan los momentos de una vida. Como creo que la mejor de manera de comprender algo es hacerlo, no me extenderé más...

Me ha sorprendido, otra vez, lo lejos que me encuentro de mi centro. Ante un estimulo tan poderoso como un concierto, en este caso de guitarra española, las señales que me han indicado eso han sido terriblemente claras.
Nada más en el escenario que el interprete y un reducido numero de espectadores. Se hace el silencio. No hay acompañamiento, ni juegos de luces ni proyecciones, nada que permita desviarse de lo esencial de esta noche, sentir la esencia de la música en estado puro.

Comienza el concierto. El intérprete se sienta y comienza a tocar. Su técnica es prodigiosa,
y los pasajes más complicados técnicamente los resuelve con la brillantez y sencillez que otorgan la práctica y el genio.
Su mano derecha rasguea las cuerdas con precisión, unas veces con dulzura y otras con violencia, pero siempre con el punto justo de fuerza.
Su mano izquierda dibuja acordes, progresiones y notas que se elevan por el aire para transmitirnos la belleza primaria de un instrumento de cuerda resonando en un escenario.

Mi mente divaga en otros asuntos para no tener que comprometerse con lo que está sucediendo.
Un pensamiento, cosas por hacer, inconclusas, centran mi atención, estableciendo una barrera emocional que me separa de conectar realmente.
Cierro los ojos intentando conectar desde mi centro. Algo en mí se resiste. No te abandones, me susurra una vocecita, tal vez pierdas el control, imagino oír. A los pocos segundos abro los ojos de nuevo. Nada ha sucedido, sigo ahí, tan entero y desconectado como casi siempre. Nada se rompió ni cambió de lugar. Estoy a salvo de mi mismo por un rato.

Lentamente, percibo que los pensamientos que tengo pertenecen a una categoría muy definida: la de las cosas que tengo pendientes de terminar, o en ocasiones de empezar. De alguna forma, la creatividad que llega en oleadas incontenibles a traves de la guitarra despiertan en mí el deseo de ser creativo, conectan con mi fuente interior que anhela crear y ser algo más que una persona que alquila su tiempo a alguien que le paga con unos billetes de colores a final de mes.

Me relajo. Ya no me preocupo de pensar o no. Dejo que la música resuene en mi cuerpo. Primero la cabeza, luego el estomago, más tarde la rodilla, los pies. Todas aquellas zonas que están en desequilibrio vibran con las ondas sonoras.
Me siento bien, tranquilo y en paz. Es agradable dejarse llevar, abandonarse. Volveré a por ti a la salida, creo decirle a mi cabeza, y creo que asiente entre reproches, pero por una vez, no le hago caso.

Pasa el tiempo. Ya no siento vibrar una zona especifica de mi cuerpo. Vibro yo entero con la música, con el mensaje que transmite cuando se la percibe sin complejos, sin prejuicios ni expectativas. Tengo ganas de levantarme y aplaudir con entusiasmo cuando acaba una canción.
Algo me lo impide, el qué dirán, supongo, pero interiormente estoy jubiloso por ese cambio. Creo que por un rato he comprendido, no racionalmente, el mensaje del interprete, de aquella maravilla a la que he asistido.

A poco acaba el concierto, que ha ido subiendo en intensidad. Cuando mi animo se encuentra en su cenit, vuelve el silencio al escenario.


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